En los
últimos dos años, y especialmente a lo largo de este año 2012, se han sucedido
una serie de hechos que han puesto en entredicho la validez de la teoría que
reduce la explicación de los trastornos mentales a simples desequilibrios
bioquímicos, así como ha aumentado el número de voces que advierte sobre el
peligro de que la industria farmacéutica haya acumulado demasiado poder e
influencia a la hora de determinar qué es lo que puede considerarse enfermedad
mental y cómo tratarla. La cuestionable eficacia de los antidepresivos y los
antipsicóticos, junto a sus efectos adversos, y la creciente e imparable
expansión de categorías diagnósticas en salud mental con cada nueva edición del
DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación
Americana de Psiquiatría, considerado una de las la "Biblias" de la
psiquiatría y uno de las principales fuentes de ingresos de la organización)
son debate de actualidad en foros científicos y periódicos de gran alcance.
Según el
modelo en el que se fundamenta la terapia farmacológica actual de la enfermedad
mental, y por ende, la práctica en psiquiatría, los trastornos mentales vienen
determinados biológicamente (obedecen a desequilibrios de determinados
neurotransmisores cerebrales) por lo que su tratamiento debe establecerse sobre
la base de la administración de ciertos psicofármacos que corrijan estas
desviaciones. El auge de esta explicación de la enfermedad mental, que
coincidió en el tiempo con la introducción de los primeros psicofármacos en el
mercado, en la década de los 50, y se consolidó con la aparición del Prozac en
los años 80, ha venido acompañado de un vertiginoso aumento del número de
diagnósticos de trastornos mentales. Las cifras hablan por sí solas: el número
de personas que consume antidepresivos se ha triplicado en tan sólo 10 años y
la nueva generación de antipsicóticos -Risperdal, Zyprexa (olanzapina) o
Seroquel (quetiapina)- se ha convertido en líder de venta mundial, por encima
de cualquier otro fármaco para tratar dolencias o enfermedades físicas.
Inmersa en
esta imparable carrera de la psicofarmacología, la sociedad ha aceptado
confiadamente depositar su salud mental en manos de la industria
farmacéutica. Sin embargo, unos cuantos visionarios están haciendo tambalear
las premisas sobre las que se sustenta esta conceptualización de la
enfermedad mental, dedicando sus años de investigación a responder a
cuestiones fundamentales, como si los psicofármacos realmente funcionan, qué
consecuencias puede tener este elevado consumo de medicamentos en nuestro
organismo, o si, por contra, su proliferación obedece a otros intereses.
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Dentro de
este conjunto de voces críticas se encuentran prestigiosos investigadores
procedentes de muy diversas ramas, como la psicología, la psiquiatría, la
antropología, la biología, la química o el periodismo, quienes, a través de
diferentes pruebas y argumentaciones, comparten una misma conclusión: la
necesidad de dar un giro en la atención que se presta en salud mental, dado que
el modelo teórico que explica los trastornos mentales únicamente como un
desequilibrio químico cerebral que hay que subsanar no se sostiene y puesto que
recientes investigaciones evidencian que los psicofármacos no funcionan tan
bien como se ha hecho creer, e incluso, es más, pueden resultar muy
perjudiciales.
Uno de los
principales críticos al modelo farmacológico en salud mental es precisamente un
psiquiatra estadounidense: Daniel Carlat. En su obra titulada Unhinged:
The Trouble with Psychiatry—A Doctor’s Revelations About a Profession in Crisis
(Los trastornados: El problema con la psiquiatría- las revelaciones de un
médico relacionadas con una profesión en crisis), explica los intereses
(no precisamente científicos) que impulsaron el cambio en la conceptualización
de los trastornos mentales hacia un modelo exclusivamente bioquímico y habla
sin tapujos sobre la poderosa alianza entre la psiquiatría y las compañías
farmaceúticas, aportando esclarecedores datos al respecto
Esta
creciente intromisión de la industria farmacéutica en el quehacer de la
psiquiatría ha levantado el recelo de un amplio grupo de profesionales del
ámbito de la salud mental. Un artículo publicado el pasado mes de marzo en
la conocida revista PLoS Medicine destapaba la existencia de graves
conflictos de intereses entre muchos de los expertos que trabajan en la
elaboración de la nueva versión del DSM (DSM-V) con industrias farmacéuticas o
empresas afines Al mismo tiempo, un grupo de psicólogos y psiquiatras de Reino
Unido publicaba un polémico artículo en la revista The Guardian criticando
la imparable ampliación de categorías diagnósticas prevista para el DSM-V y
advirtiendo de las graves consecuencias que podría tener para los miles de
personas que iban a ser etiquetadas como "enfermas mentales" a causa
de comportamientos que en realidad no tienen nada de patológicos. Fruto de
estas críticas y de una importante campaña de recogida de firmas se ha conseguido
que algunas de las nuevas propuestas diagnósticas más controvertidas no sigan
adelante.
En medio de
esta polémica, diversos estudios científicos han puesto en duda la eficacia
asociada a los antidepresivos y antipsicóticos de segunda generación. En primer
lugar,Irving Kirsch y su equipo de investigación, al que Infocop tuvo la
ocasión de entrevistar hace un par de años han sido los artífices de una
prometedora y provocadora línea de investigación que ha revolucionado la
interpretación de los resultados de la literatura científica en depresión. Sus
estudios ponen de manifiesto que, en comparación con el placebo, la eficacia de
los fármacos antidepresivos es prácticamente inexistente en los casos de
depresión ligera, moderada e incluso grave – evidencia que ha sido avalada
también por otros equipos de investigación, como el de Khan (2002) o
el deFournier (2010)-. Es más, tal y como demuestra el trabajo de Irving
Kirsch, la eficacia de los antidepresivos no se debe a un efecto de su
mecanismo de acción sobre el nivel de serotonina, sino al efecto que causa la
expectativa que tiene el paciente de mejorar cuando asume que está bajo un
tratamiento supuestamente eficaz, ya que, según demuestra su investigación, los
antidepresivos no son más que otro tipo de placebo con efectos secundarios muy
notables.
Asimismo,
un reciente artículo realizado por el equipo de Erick H. Turner y
publicado también en la revista PLoS Medicine, advierte que la aparente
efectividad clínica de los fármacos antipsicóticos de segunda generación puede
estar influida por el denominado sesgo de publicación, que consiste en la
tendencia a la publicación selectiva de ensayos clínicos favorables en revistas
científicas, en detrimento de los ensayos que no han obtenido dichos
resultados. Los autores del trabajo señalan con preocupación que no se está
aportando toda la información a la comunidad científica, ni con la precisión
que se requiere, a pesar de la transcendencia que tiene a la hora de determinar
las decisiones clínicas en el tratamiento de las personas afectadas, sembrando
de nuevo la duda sobre los intereses que hay detrás de los ensayos clínicos,
subvencionados, en su inmensa mayoría, por las propias industrias
farmacéuticas.
De hecho,
este mismo año, dos importantes laboratorios de EE.UU. han sido sancionados con
multas millonarias por "publicidad engañosa". Por un lado,
la empresa Abbott se enfrenta a una multa de 1.600 millones de dólares por
promover un medicamento estabilizante del estado de ánimo (Depakote) para usos
no aprobados, incluido el tratamiento de la esquizofrenia, la demencia y el
autismo, a pesar de la ausencia de pruebas científicas sobre su seguridad y
eficacia. Por otro lado, el pasado mes de abril, la compañía farmacéutica
Johnson & Johnson (J&J) ha sido sancionada con una multa de más de
1.100 millones de dólares por ocultar los riesgos del antipsicótico Risperdal,
según ha sentenciado un juzgado de Arkansas.
Otros
investigadores llegan incluso más lejos en sus conclusiones acerca de la utilización
de psicofármacos, advirtiendo que tanto los antidepresivos como la mayoría de
los fármacos psicoactivos no son sólo ineficaces, sino perjudiciales. Esto es
lo que ha demostrado un equipo de investigación liderado por el biólogo
evolutivo Paul Andrews, tras analizar las consecuencias del consumo de
antidepresivos (cuyo mecanismo de acción radica en aumentar el nivel de
serotonina en el cerebro), sobre otros procesos biológicos del cuerpo humano en
los que también está involucrado este neurotransmisor, como la digestión, la
coagulación de la sangre, la reproducción o el crecimiento. Los resultados de
este estudio, publicado el pasado mes de abril en la revista Frontiers in
Psychology, establecen que los riesgos asociados al consumo de estos
fármacos (y entre los que se encuentra el riesgo de accidente cerebrovascular y
muerte prematura en personas mayores) no compensan los supuestos beneficios que
puedan tener sobre el estado de ánimo.
Esta misma
línea de argumentación es defendida también por Robert Whitaker, quien en
su obra titulada Anatomy of an Epidemic: Magic Bullets, Psychiatric Drugs,
and the Astonishing Rise of Mental Illness in America (Anatomía de una
epidemia: panaceas, psicofármacos y el impactante ascenso de la enfermedad
mental en EE.UU.), pone de manifiesto que después de décadas de investigación,
los resultados científicos evidencian que la teoría del desequilibrio químico
para explicar las enfermedades mentales no se sostiene. Es más, según establece
Whitaker, basándose en los resultados de técnicas de neuroimagen en pacientes
con trastorno mental en tratamiento farmacológico: "Antes del inicio
del tratamiento farmacológico, los pacientes diagnosticados de esquizofrenia,
depresión o cualquier otro trastorno pisquiátrico no presentan estos famosos
desequilibrios químicos. Sin embargo, una vez que una persona inicia el
tratamiento farmacológico, que de una manera u otra abre una llave en la
mecánica habitual de la transmisión neuronal, su cerebro empieza a funcionar de
manera anormal". Es decir, que es el consumo a largo plazo de
fármacos psicoactivos el que da lugar a un daño irreparable en el cerebro,
provocando una atrofia cerebral y no al revés.
A partir de
las conclusiones establecidas por todos estos investigadores, la validez del
modelo farmacológico que impera en nuestros días para tratar los trastornos
mentales es, cuanto menos, muy cuestionable. En contrapartida, y si tenemos en
consideración la evidencia científica de los últimos años, la terapia
psicológica y, específicamente, la terapia cognitivo-conductual, ha demostrado
ser una alternativa más eficaz y económica que los fármacos para el tratamiento
de la ansiedad y de la depresión y, a diferencia del tratamiento farmacológico,
no supone ningún riesgo para la salud y no presenta ningún efecto secundario
adverso. No obstante, seguimos inmersos en un modelo de atención en salud
mental excesivamente medicalizado y esta visión biologicista y simplista de la
enfermedad mental, impide que se tengan en cuenta otros tratamientos
alternativos, que sí funcionan y que, a medio y largo plazo, no suponen un
incremento de la carga presupuestaria.
Dado el creciente
protagonismo que están alcanzando estas voces críticas, Infocop tratará
en profundidad, en los próximos días, el análisis de estas y otras cuestiones,
gracias a la participación de dos expertos de nuestro país. En primer lugar, Marino
Pérez Álvarez, psicólogo Especialista en Psicología Clínica y catedrático de
psicología del Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo, ofrecerá
una aguda reflexión sobre las implicaciones del modelo biologicista aplicado a
la salud mental. En segundo lugar, Héctor González Pardo, profesor titular
de la Universidad de Oviedo y miembro del Instituto Universitario de
Neurociencias del Principado de Asturias (INEUROPA), proporcionará una
interesante selección de investigaciones que dan cuenta de la verdadera acción
de los psicofármacos (específicamente de los antipsicóticos) sobre el sistema
nervioso.
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