Del autocar
bajaron ocho ancianos. Solían ir siempre arropados por sus familiares, pero
esta vez no. Las pesadas maletas las tuvieron que acarrear ellos hasta las
habitaciones de aquella apartada casa en medio del campo. Cuando entraron, en
la televisión y en la radio daban noticias de 1959. Todos los libros habían
sido editados antes de ese año. Y la decoración también remitía a esa época.
Esos hombres, de entre setenta y muchos y ochenta y pocos, empezaron a hablar
como si realmente estuvieran en esos días. Esto ocurrió en 1979, así que habían
viajado 20 años atrás.
Ese viaje
en el tiempo en realidad fue una investigación que realizó Ellen J. Langer,
profesora de psicología en Harvard. Su objetivo fue comprobar si el hecho de
“atrasar el reloj” podía rejuvenecer realmente a esas personas. A esos hombres
se les evaluaron diferentes parámetros de salud antes y después de su
“estancia” en 1959. Los resultados fueron espectaculares. Experimentaron
mejoras en la audición, la memoria, la agilidad, el apetito y en su bienestar
general.
Semanas
atrás, una mujer de unos 35 años me contaba su vía crucis. Hacía meses que
sufría una extraña dermatitis en las manos. El peregrinaje por especialistas no
la había ayudado. Su infierno ardía por varios frentes. En el trabajo sufría un
claro mobbing de su nuevo jefe, con el que había mantenido una
relación tormentosa. Cuando llevaba varias semanas sin trabajar su dermatitis
remitía, pero al volver se reactivaba. Lo que más me impactó de la historia fue
su pregunta final: “¿Puede ser psicológico?”. Su interrogante me retumbó porque
creo que no es necesario ser psicólogo para deducir que su dermatitis tenía un
componente claramente emocional y sin embargo ella no lo veía.
Todavía hoy
diferenciamos entre la mente y el cuerpo. Como si la mente estuviera fuera del
cuerpo. La resonancia magnética nos permite ver el funcionamiento del cerebro.
Podemos observar cómo diferentes pensamientos activan distintas partes del
mismo. El pensamiento afecta también al sistema hormonal y al inmunológico.
Multitud de investigaciones lo demuestran, pero no hace falta irnos a la
ciencia. Todos lo experimentamos cada día. No existen enfermedades
psicosomáticas, todas lo son. Alguien podría argumentar que algunas no lo son
porque están causadas por virus o bacterias, pero incluso en estos casos
nuestros pensamientos juegan un papel clave. Si estamos estresados, nuestras
defensas bajan y somos más propensos a infectarnos.
Lo más
espectacular no es que los pensamientos afecten al cuerpo, sino la precisión
con que lo hacen. Esto es, el organismo responde exactamente a la idea que
genera el cerebro. Si un pensamiento es: “Estas pastillas me van a quitar la
tos”, dejamos de expectorar. El cuerpo reacciona al contenido de cada creencia.
A este fenómeno se le denomina efecto placebo.
El
efecto nocebo se refiere a las creencias negativas. Por ejemplo, si leemos los
efectos secundarios de un medicamento, tenemos más probabilidades de sufrirlos.
En 1998, en una escuela de Tennessee, un profesor notó un olor “como a
gasolina”. A partir de aquí empezó a quejarse de dolor de cabeza, náuseas,
dificultad para respirar y mareos. La escuela fue evacuada y a la siguiente
semana más de cien estudiantes y personal presentaron síntomas similares.
Contrariamente a lo esperado, no se encontró explicación médica alguna. Irving
Kirsch, de la Universidad de Hull, uno de los mayores expertos sobre este tema,
lo interpretó como un efecto nocebo a gran escala.
¿En qué
medida envejecer tiene algo de sugestión masiva? Damos por descontado que los
mayores tienen más achaques. Compartimos una misma creencia consolidada por los
datos. A veces nos encontramos con alguien de 90 años con una memoria
impresionante, pero estos casos no hacen tambalear nuestra solidificada certeza
porque para nosotros son “excepciones”.
Si partimos
de la científicamente probada existencia del efecto placebo y nocebo, esto es,
de la influencia de las creencias en nuestro cuerpo, podemos empezar a pensar
que nuestras certezas sobre el envejecimiento (pérdida de memoria, audición,
flexibilidad…) pueden provocarlo o acelerarlo. La psicóloga Becca Levy y sus
colegas estudiaron a un grupo de más de 650 personas de Oxford, a quienes se
les pidió que opinaran ante afirmaciones positivas y negativas sobre el envejecimiento.
Podían estar de acuerdo o no con ideas como: “Las cosas van a peor a medida que
me hago mayor”, “A medida que envejece, uno se siente más inútil”. Más de dos
décadas después observaron que aquellos que percibían el envejecimiento de
forma más positiva vivieron siete años y medio más de media.
Ellen
J. Langer quiso comprobar si sentirte joven o viejo se traduce en cambios
físicos. Investigó aspectos que nos pueden hacer sentir con más o menos edad.
La edad de los hijos afecta a cómo nos vemos. Estudiaron a mujeres que habían
dado a luz a edad tardía, que tuvieron una esperanza de vida más alta. Se
planteó la hipótesis de que las personas casadas con otras de más edad se
sentirían más viejas y que el hecho de que tu pareja sea más joven te quita
años. Los resultados apuntaron que si te sientes más viejo por estar casado con
alguien mayor, tienes una esperanza de vida más corta y, al contrario, esta se
alarga si tu pareja es más joven.
El paso de
los años tiene sus consecuencias, pero nuestras creencias también. Es difícil
saber en qué porcentaje contribuye cada uno de estos dos factores en nuestro
envejecimiento. Lo que está claro es que nuestras ideas podemos manejarlas. Al
sentenciar “estoy perdiendo memoria por la edad”, “mi cuerpo ya no aguanta, es
la edad”… nos precipitamos por un gran desnivel. Si atribuimos estos cambios a
la edad y no a otros factores, nos abocaremos a la resignación. No hay nada
mejor para perder la movilidad, la memoria… que dejar de usarlas.
Hemos
de tomar conciencia de que los ancianos que nos rodean tienen mucho que ver con
lo que pensamos será nuestra vejez. Así que mejor ampliar los márgenes de
nuestras ideas observando a aquellos que creemos excepcionales. Está en
nosotros no encajar a los mayores en una estrecha idea de senectud, haciéndoles
sentir que sus años pesan. Un eslogan publicitario rezaba: “No pesan los años,
pesan los kilos”. Podríamos retocarlo: “No pesan solo los años, también
nuestras creencias”.
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